Queridos amigos, queridas amigas de la Cultura,
los líquenes son los toques de color de la isla, son esos pequeños seres que desafían la dureza del mineral. Ni plantas, ni setas, ni algas... Hay algunos que dibujan formas anulares o circulares. Pero también hay algunas que se adhieren como si fueran algas y que extienden hacia arriba sus hojitas secas, puntiagudas o en forma de abanico. Sus colores varían desde el blanquecino hasta el amarillo claro, pasando por el amarillo limón y el rojo anaranjado. Tonos cálidos que también se mezclan con el azulado para mostrarse en una gran variedad de verdes…
Cuando te acercas a las rocas habitadas, sobre todo en el centro y el norte de la isla, descubres paisajes en miniatura. Ahí está la pequeña y joven verode, que actúa como una palmera rústica. Los líquenes forman praderas y alfombras. Se abren arbustos, pequeñas cuevas habitables y ya se despierta un ser de piedra de su sueño...
Lo pequeño en lo grande, el detalle en la inmensidad, lejos y cerca. Para mí, experimentar estas cualidades opuestas es algo que caracteriza a Lanzarote. Intuyo que, mientras el ser humano puede experimentar la inmensidad en un contexto muy amplio y se le invita a abrirse a sí mismo, también se dará cuenta rápidamente de que solo aquellos que también buscan el otro lado de la balanza pueden soportar esta inmensidad.
No se trata solo de maravillarse ante estos pequeños mundos ocultos en la naturaleza, sino también de un gesto básico que puede ser muy valioso. Al agacharse como ser humano, al acercarse a lo pequeño y delicado, en parte creado a lo largo de siglos, hay una dulzura, una bondad que se vuelven hacia uno. ¿Y no es la dulzura la virtud que, como eslabón de un puente, debe ser siempre especialmente tendida en un lugar de fuego y cierta crudeza?
Con saludos cálidos
Mikaela Nowak
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