Queridos amigos y amigas de la Cultura, de la isla,
hoy en la playa experimenté con huellas de pies ajenos. Me recordaron a esos momentos de la infancia en los que hay que casi saltar de un paso a otro para alcanzar la siguiente gran huella de papá. Una huella en la que el pie del niño se pierde de forma similar a como el gato se pierde en sus grandes botas.
Aunque no encontré ninguna huella de pie de gigante en la que pudiera perderme, inmediatamente vi unas bonitas huellas que se extendían claras y amplias por la orilla. Esas serían. A diferencia del paso en tres partes en la Euritmia, puse el pie desde el talón en la hendidura hecha por mi predecesor. Aunque este comienzo de apoyo del pie es menos a tientas, me pareció intuitivamente la mejor opción. Anclar el talón, luego dejar que el metatarso ruede lentamente en la huella, apoyar los dedos. Miro la arena, mis dedos son más cortos, el arco del pie es diferente. Intento sentir lo que pasa, pongo el siguiente pie en la huella que se encuentra a una distancia agradable, cambio el peso, profundizo la huella ya existente.
El juego, que al principio resulta interesante, empieza a volverse más íntimo al tercer paso y me siento un poco como un intruso. ¿Qué dice esta huella sobre la persona que caminó por aquí? ¿En qué estado de ánimo estaba él... o ella... en ese momento?
Al parecer, no es un lugar neutral el que estoy pisando, y además es mi propia huella invasiva la que se imprime en la ya existente y la convierte en algo completamente propio. La huella se convierte en una huella que ya no se puede atribuir a nadie y, como criatura híbrida de una huella en la arena, deja de ser el hogar de un pie único...
Me despierto un poco irritada de mi burbuja de ensueño y miro a mi alrededor. ¿Me estará observando la persona a la que estoy intentando imitar en sus pasos?
Una cosa es segura: las olas han entrado en juego, lamiendo, incorporando cada huella que quedaba, creando una y otra vez una base sin huellas, neutra.
¡Que tengan un buen fin de semana!
Mikaela Nowak
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